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sábado, 29 de septiembre de 2018

Jorge Luis Borges (1899–1986) Serie FAUNA URBANA de Lautaro Dores -obra En Espera. La espera (El Aleph (1949)

Jorge Luis Borges
(1899–1986)

Serie FAUNA URBANA de Lautaro Dores -obra En Espera.
La espera
(El Aleph (1949)

         El coche lo dejó en el cuatro mil cuatro de esa calle del Noroeste. No habían dado las nueve de la mañana; el hombre notó con aprobación los manchados plátanos, el cuadrado de tierra al pie de cada uno, las decentes casas de balconcito, la farmacia contigua, los desvaídos rombos de la pinturería y ferretería. Un largo y ciego paredón de hospital cerraba la acera de enfrente; el sol reverberaba, más lejos, en unos invernáculos. El hombre pensó que esas cosas (ahora arbitrarias y casuales y en cualquier orden, como las que se ven en los sueños) serían con el tiempo, si Dios quisiera, invariables, necesarias y familiares. En la vidriera de la farmacia se leía en letras de loza: Breslauer, los judíos estaban desplazando a los italianos, que habían desplazado a los criollos. Mejor así; el hombre prefería no alternar con gente de su sangre.
         El cochero le ayudó a bajar el baúl; una mujer de aire distraído o cansado abrió por fin la puerta. Desde el pescante el cochero le devolvió una de las monedas, un vintén oriental que estaba en su bolsillo desde esa noche en el hotel de Melo. El hombre le entregó cuarenta centavos, y en el acto sintió: “Tengo la obligación de obrar de manera que todos se olviden de mí. He cometido dos errores: he dado una moneda de otro país y he dejado ver que me importa esa equivocación”.
         Precedido por la mujer, atravesó el zaguán y el primer patio. La pieza que le habían reservado daba, felizmente, al segundo. La cama era de hierro, que el artífice había deformado en curvas fantásticas, figurando ramas y pámpanos; había, asimismo, un alto ropero de pino, una mesa de luz, un estante con libros a ras del suelo, dos sillas desparejas y un lavatorio con su palangana, su jarra, su jabonera y un botellón de vidrio turbio. Un mapa de la provincia de Buenos Aires y un crucifijo adornaban las paredes; el papel era carmesí, con grandes pavos reales repetidos, de cola desplegada. La única puerta daba al patio. Fue necesario variar la colocación de las sillas para dar cabida al baúl. Todo lo aprobó el inquilino; cuando la mujer le preguntó cómo se llamaba, dijo Villari, no como un desafío secreto, no para mitigar una humillación que, en verdad, no sentía, sino porque ese nombre  lo  trabajaba,   porque  le  fue   imposible pensar en otro. No lo sedujo, ciertamente, el error literario de imaginar que asumir el nombre del enemigo podía ser una astucia.
         El señor Villari, al principio, no dejaba la casa; cumplidas unas cuantas semanas, dio en salir, un rato, al oscurecer. Alguna noche entró en el cinematógrafo que había a las tres cuadras. No pasó nunca de la última fila; siempre se levantaba un poco antes del fin de la función. Vio trágicas historias del hampa; éstas, sin duda, incluían errores, éstas, sin duda, incluían imágenes que también lo eran de su vida anterior; Villari no las advirtió porque la idea de una coincidencia entre el arte y la realidad era ajena a él. Dócilmente trataba de que le gustaran las cosas; quería adelantarse a la intención con que se las mostraban. A diferencia de quienes han leído novelas, no se veía nunca a sí mismo como un personaje del arte.
         No le llegó jamás una carta, ni siquiera una circular, pero leía con borrosa esperanza una de las secciones del diario. De tarde, arrimaba a la puerta una de las sillas y mateaba con seriedad, puestos los ojos en la enredadera del muro de la inmediata casa de altos. Años de soledad le habían enseñado que los días, en la memoria, tienden a ser iguales, pero que no hay un día, ni siquiera de cárcel o de hospital, que no traiga sorpresas, que no sea al trasluz una red de mínimas sorpresas. En otras reclusiones había cedido a la tentación de contar los días y las horas, pero esta reclusión era distinta, porque no tenía término —salvo que el diario, una mañana, trajera la noticia de la muerte de Alejandro Villari. También era posible que Villari ya hubiera muerto y entonces esta vida era un sueño. Esa posibilidad lo inquietaba, porque no acabó de entender si se parecía al alivio o a la desdicha; se dijo que era absurda y la rechazó. En días lejanos, menos lejanos por el curso del tiempo que por dos o tres hechos irrevocables, había deseado muchas cosas, con amor sin escrúpulo; esa voluntad poderosa, que había movido el odio de los hombres y el amor de alguna mujer; ya no quería cosas particulares: sólo quería perdurar, no concluir. El sabor de la yerba, el sabor del tabaco negro, el creciente filo de sombra que iba ganando el patio, eran suficientes estímulos.
         Había en la casa un perro lobo, ya viejo. Villari se amistó con él. Le hablaba en español, en italiano y en las pocas palabras que le quedaban del rústico dialecto de su niñez. Villari trataba de vivir en el mero presente, sin recuerdos ni previsiones; los primeros le importaban menos que las últimas. Oscuramente creyó intuir que el pasado es la sustancia de que el tiempo está hecho; por ello es que éste se vuelve pasado en seguida. Su fatiga, algún día, se pareció a la felicidad; en momentos así, no era mucho más complejo que el perro.
         Una noche lo dejó asombrado y temblando una íntima descarga de dolor en el fondo de la boca. Ese horrible milagro recurrió a los pocos minutos y otra vez hacia el alba. Villari, al día siguiente, mandó buscar un coche que lo dejó en un consultorio dental del barrio del Once. Ahí le arrancaron la muela. En ese trance no estuvo más cobarde ni más tranquilo que otras personas.
         Otra noche, al volver del cinematógrafo, sintió que lo empujaban. Con ira, con indignación, con secreto alivio, se encaró con el insolente. Le escupió una injuria soez; el otro, atónito, balbuceó una disculpa. Era un hombre alto, joven, de pelo oscuro, y lo acompañaba una mujer de tipo alemán; Villari, esa noche, se repitió que no los conocía. Sin embargo, cuatro o cinco días pasaron antes que saliera a la calle.
         Entre los libros del estante había una Divina Comedia, con el viejo comentario de Andreoli. Menos urgido por la curiosidad que por un sentimiento de deber, Villari acometió la lectura de esa obra capital; antes de comer, 1eía un canto, y luego, en orden riguroso, las notas. No juzgó inverosímiles o excesivas las penas infernales y no pensó que Dante lo hubiera condenado al último círculo donde los dientes de Ugolino roen sin fin la nuca de Ruggieri.
         Los pavos reales del papel carmesí parecían destinados a alimentar pesadillas tenaces, pero el señor Villari no soñó nunca con una glorieta monstruosa hecha de inextricable: pájaros vivos. En los amaneceres soñaba un sueño de fondo igual y de circunstancias variables. Dos hombres y Villar entraban con revólveres en la pieza y lo agredían al salir del cinematógrafo o eran, los tres a un tiempo, el desconocido que lo había empujado, o lo esperaban tristemente en el patio y parecían no conocerlo. A1 fin del sueño, él sacaba el revólver del cajón de la inmediata mesa de luz (y es verdad que en ese cajón guardaba un revólver) y lo descargaba contra lo hombres. El estruendo del arma lo despertaba, pero siempre era un sueño y en otro sueño tenía que volver a matarlos.
         Una turbia mañana del mes de julio, la presencia de gente desconocida (no el ruido de la puerta cuando la abrieron) lo despertó. Altos en la penumbra del cuarto, curiosamente simplificados por la penumbra (siempre en los sueños de temor habían sido más claros), vigilantes, inmóviles y pacientes, bajos los ojos como si el peso de las armas los encorvara Alejandro Villari y un desconocido lo habían alcanzado, por fin. Con una seña les pidió que esperaran y se dio vuelta contra la pared, como si retomara el sueño. ¿Lo hizo para despertar la misericordia de quienes lo mataron, o porque es menos duro sobrellevar un acontecimiento espantoso que imaginarlo aguardarlo sin fin, o —y esto es quizá lo más verosímil— para que los asesinos fueran un sueño, como ya lo habían sido tantas veces, en el mismo lugar, a la misma hora?
         En esa magia estaba cuando lo borró la descarga.

ANIMALES DE BORGES. Fauna Urbana de Lautaro Dores.

 ANIMALES DE BORGES.

"Zoología Fantástica" de Jorge Luis Borges es el de imaginar los animales descritos en el texto. Tomados de viejas leyendas, de textos remotos de las literaturas más disímiles y enriquecidos con la imaginación del escritor argentino los ejemplares de la "Zoología Fantástica" conforman lo que se podría llamar el zoológico de los sueños.



Serie FAUNA URBANA de Lautaro Dores - Obra Andrògino.

Café literario "Septiembre." en el H. Senado de la Nación.



café literario "Septiembre."

Hipólito Yrigoyen 1708 - 5to piso. Salón Frondizi.




lunes, 17 de septiembre de 2018

" Fiesta Patria de Chile" en el Honorable Senado de la Nación.


Centro Chileno Bernardo Ohiggins

Tenemos el agrado de invitarlo a usted al evento " Fiesta Patria de Chile" a realizarse el martes 18 de septiembre a las 18:00.



Salón Manuel Belgrano del 
Honorable Senado de la Nación.
Hipólito Yrigoyen 1708 - 4º CABA






Se entregaran distinciones a la personalidades del que hacer de este País, como a la Colectividad Chilena residente en la Argentina, reconocimiento a los mejores promedios del Colegio Nido de Águilas y los diplomas del Honorable Senado de la Nación a Alma Comas Martínez, Emiliano Pintos Juan Sarrafian.





Esperando contar con vuestra presencia saludamos muy atentamente

Arte: Lautaro Dores




CRS: centrochilenobo@yahoo.com.ar - 1536312028




domingo, 16 de septiembre de 2018

Colecciones Privadas obras www.lautarodores.com


Colecciones Privadas obras www.lautarodores.com
Arte Argentino - Lautaro Dores - Artista Visual





Comienza sus estudios de arte en la Escuela Nacional de Bellas Artes “Manuel Belgrano” en 1996 y más tarde se perfecciona en el “Instituto Universitario Nacional de Arte” (I.U.N.A.), aunque se inicia mucho antes en la historieta plástica para tapas de discos, revistas y fanzines.



Luego realizar muralismo y arte urbano junta al Maestro Marino Santa María y el grupo de discípulos del maestro Ricardo Carpani.




Sus presentaciones más importantes fueron expuestas en La manzana de las luces, Centro Cultural Recoleta, Museo Etnográfico de la Facultad de Filosofía y Letras UBA, Congreso de la Nación, Centro Cultural Ricardo Rojas, Museo Itinerante de Arte Latinoamericano, Teatro Argentino, entre otras.




Realizó distintos trabajos y producciones con artistas como Gyula Kosice, Marino Santa María, Nicolás Menza, Edmund Valladares, Mirta Narosky, Antonio Pujía, Grupo Tu-Pak, Arte del Mundo, y muchos más.





Las series más destacadas son "Rock nacional", donde el artista retrata con su trazo característico expresionista y colorido a grandes figuras de nuestro rock nacional como Spinetta, Charly García, Gustavo Cerati, Litto Nebbia Página Oficial y otros.





Otra serie de importancia es "Líderes Latinoamericanos": con el mismo estilo expresionista, logró retratar a los personajes latinoamericanos populares como el Che Guevara, Raùl Alfonsìn, Juan Domingo Perón, Evita, Salvador Allende, San Martin, Manual Belgrano, O`Higgins,entre otros.









sábado, 15 de septiembre de 2018

Serie VIDRIOS INFINITOS. www.lautarodores.com


 Serie VIDRIOS INFINITOS.
www.lautarodores.com




Las imágenes de Lautaro Dores remiten al submundo de la gran ciudad,
donde los códigos de pertenencia delimitan personajes marginales.




En estos personajes, lo trágico de la condición humana deviene grotesco.
Esta parece haber sido la clave del artista para retratarlos.





De allí el recurso de la distorsión expresiva que acentúa sus "Mascaras".



Algún acento de luz anaranjado, bermellón o rosa,
parece destacar la desesperación por vivir que agita esos rostros,
la inútil salvaguardia contra el aburrimiento,
el miedo al vació, la soledad que acecha.

Rodolfo Martinez.




La obra de Lautaro es singular y muy especialmente con el eterno tema de la mujer. La presenta tal cual es y está en la sociedad con los recursos técnicos de la actualidad y sobre todo, desde su particular estro.









La obra de Lautaro Dores transmite un sentido intenso del espacio y del movimiento.
Las formas parecen ensamblarse unas dentro de otras para comunicar la idea de profundidad y permite al artista simplificar los contornos de sus objetos sin que el cuadro parezca plano.
Dores hace presión sobre la realidad, no quiere quedarse en la periferia, transfigura todo el espacio, el no cuenta, vive.
No reproduce, recrea. Libera completamente su temperamento, nos da una imagen i­ntima.
Sus cuadros no son decoración, belleza, orden, sino solo expresión.
En su paleta, variada, predominan los colores vibrantes. Su pincelada, con una carga matérica importante, nos brinda un ritmo no planeado,
es puro instinto.

                        Maria Mónica Abdala

                                                   Crí­tica.




 LAUTARO ... ES UN LIDER DE LA NUEVA PINTURA EN ARGENTINA..POR EL RIESGO QUE TOMA EN SU EXPRESIÓN PLÁSTICA Y .SU COMPROMISO CON LA REALIDAD.
EDMUND VALLADARES.






Mis obras (series) son como instantáneas de lo cotidiano; catalizadas por mi cristal personal, teñido de las paletas que ellas me despiertan.






Podría definirme como un cronista visual de mi época, pero a mano alzada, en una época en la que todo es la velocidad del registro fotográfico, la captura, la reproducción digital, el manoseo del diseños y la explosión en redes, es la elección de reflexionar sobre esa imagen (documento del momento) y elaborarlo conceptualmente dando tiempo y lugar al desarrollo y pulsión de lo emocional por sobre lo racional.