LLAMADO
por Ana Maidana
Vi un pájaro. Un pájaro gigante. Sí, era enorme. Anoche, cuando estaba en la casa de mi mamá,
las dos lo vimos por la ventana. Era un
pájaro marrón, ¿Cómo se llama el pájaro marrón? Sí, así, como el hornero, igualito. Tenía un cigarro en el pico, pero no sé cómo
hacía, no se le caía. Daba escalofríos,
sí. Era alto, tan alto como la
puerta. Por algún motivo no quise
mirarle las patas, le miraba el ojo nada más.
El ojo se movía, parecía ansioso.
Entró en la propiedad de mi mamá, miraba con cara de asustado, con la
mirada perdida. Yo le miraba el ojo, y
bueno, no dejaba de mirarle el ojo. La
perra ladraba como loca, nunca antes la había escuchado así. Claro, nos quedamos dentro de la casa, mi
mamá hizo un gesto, no, no se persignó, era un gesto con la cabeza que ella
hace, lo interpreté como “qué desgracia” o “lo único que nos falta”.
Cuando
vino la noche, el pájaro estaba sentado a la mesa que tenemos en la galería y
me senté con él. No, no me daba miedo,
más bien era una tristeza que no sé cómo decirte. Sí, en el pecho. Bueno, tampoco es para tanto, bueno, sí, hay
cada loco. Pero no me dio miedo, yo
seguí mi intuición y me quedé en el patio con el pájaro. Antes de decir algo, empezó a cantar un tema
de Radiohead y lo acompañé porque lo sabía. Ese que dice:
Breathe
Keep breathing
Don't loose
Your nerve
Breathe
Keep breathing
I can't do this
Alone
Y le pregunté
qué hacía ahí, qué hacía entrando en las casas.
Me dijo:
―Traigo
los muertos del sur.
― ¿Cómo
es eso? -le pregunté-.
―Voy
dejando los muertos por ahí.
― ¿Dejaste
un muerto acá?
Y ahí me
dio un miedo terrible porque hablaba en voz baja, en una lengua muy rara, como
susurrando. Miraba un punto fijo en el
aire, a mi derecha, pero ahí estaban las sillas vacías. Me parecía que estaba preguntando algo, tenía
un tono de pregunta, ¿Viste? Sí, estaba asustado, parecía un nene en penitencia.
Bueno, hablaba en otra lengua, no sé
cuál era, no entendía nada. Entonces, le
insistí:
― ¿Trajiste
un muerto acá?
Y seguía
conversando solo, cuando de pronto sentí un escalofrío en el brazo. No, no era por el miedo, era el roce de algo
frío. Sentí que algo frío me tocó,
¿Entendés? Me asusté y me fui para
dentro. Sí, mi mamá me dijo que era un
loco, que no puede hacer eso, que no puede entrar así en las casas. Eso también me dijo, que lo ven las cámaras,
que me quede adentro.
Pero
testaruda, como siempre, salí y lo encontré llorando en un rincón, tiritando. Tenía unas pinceladas de sangre en el cuello,
como si alguien lo hubiese manoteado. No
parecía estar lastimado, no era de él la sangre. Me acerqué y le pregunté:
― ¿Qué
pasó? ¿Estás bien?
―Me
dijeron que soy el próximo –me dijo, llorando, espantado-.
Me salió
retarlo:
― ¡Pero,
no podés entrar en las casas así, vestido de pájaro gigante!
Y ahí me
di cuenta que lo estaba retando por impotencia.
Mi mamá me retaba cuando me caía y me veía llorar. Me decía que tuviera más cuidado, que no corriera
más, que me quedara quieta. Sí, eso me
decía, que no corriera más, pedirle eso a una nena. Encima que me dolía la rodilla, me gritaba. No, yo creo que me retaba por la bronca que
le daba que llore, por la impotencia, claro, se enojaba con el golpe, no
conmigo. Como cuando la gente se enoja
con el que se muere, por haberse muerto nomás, como si lo hiciera a propósito. Bueno, la cuestión es que yo no quería retarlo
al pájaro, sentí una tristeza angustiante.
Me salió decirle algo así:
―Lo que
hacés es maravilloso, pájaro.
Y lo
agarré de los cachetes, apoyé mi frente en la de él, hice fuerza con todo mi
cuerpo, con todo mi espíritu para darle amor con mis ojos, le di lo más que
pude. Lo sentí y él lo sintió, yo sentí
que lo sintió. Lloraba todavía más. Le dije:
―Lo que
hacés es importante, no te sientas mal. Digan
lo que digan, vos sabés en tu interior que lo que hacés vale, es importante. Sos maravilloso, pájaro, sos
maravilloso.
Sentí
alivio. Creo que él también se alivió,
no sé, lloraba cada vez más pero yo sabía que le hacía bien lo que le decía.
―Andate -le
dije.
Se fue al
sur, me parece.
No sé por
qué me contó eso. Antes, cuando
estábamos en la mesa del patio, él me había preguntado qué era el cuaderno que
tenía, el que llevo siempre conmigo. Se
lo mostré, sí, se lo mostré así nomás, le dije que no tenía nada, eran anotaciones. Lo vio de un pantallazo, algunas imágenes y
textos, una foto de unas manos agarrándose, oraciones, palabras sueltas, una panza de embarazada, varias manos
tomándose como una red, algunas notas.
―Ah, ¿Sos
escritora? -me preguntó-.
―Algo así
-le dije-, creo que sí.
Una panza,
otra panza. Tal vez por eso me contó lo
que le pasaba.
No, no le
miré las patas.
En el sur
están las Malvinas.
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